Charles Hoy Fort (1874 – 1932)
¡Este es uno de los libros más asombrosos y menos
convencionales que jamás hayan sido escritos! En este volumen Charles Fort
recoge algunos de los más extraños y asombrosos acontecimientos que hayan
ocurrido en este mundo, hechos sobre los que la ciencia se muestra extrañamente
silenciosa.
Una recopilación de 1.001 fenómenos, comprobados y
testificados, a los que la ciencia, no pudiendo dar explicación, ignora de un
modo deliberado.
"Charles Fort ha llevado a cabo un terrible ataque
contra la locura acumulada durante cincuenta siglos... Ha hecho unos enormes y
feos agujeros en la base científica de los conocimientos modernos". – Ben
Hecht
"Charles Fort fue el Colón de lo desconocido, el
arquitecto de los OVNIS y el padre fundador de todo lo que hay de fabuloso en
los confines inexplorados del Universo. El
leer su obra es algo necesario para toda mente inquisitiva". –Donald
Wollheim
"Sugiero que todo aquel que piense que el nuestro es el
único mundo posible se pase un fin de semana leyendo la obra de Charles
Fort". – Arch Oboler
ALGUNAS
OPINIONES SOBRE EL AUTOR Y SU OBRA
"Charles Fort es el apóstol de la excepción y el
sacerdote engañador de lo improbable".Ben Hetch
"Sus sarcasmos están en armonía con las críticas más
admisibles de Einstein y de Surrell".
Martin Gardner
"Leer a Charles Fort es como cabalgar en un
cometa".
Maynard Shipley
"Es la mayor figura literaria desde Edgar Allan
Poe".
Theodore Dreisler
"Una de las monstruosidades de la literatura".
Edmund Pearson
"Un ramo de oro para los flagelados por la
crítica".
John Winterich
En
el Libro de los condenados hay, como mínimo, el germen de seis nuevas
ciencias".
John W.
Campbell
Para
presentar un libro hay que hablar primero de su autor. Pero, ¿cómo hablar de
Charles Fort? ¿Cómo presentar una personalidad como la suya? Por otra parte, no
creo que a él le gustara tampoco. Diría: «escribir que soy un hombre de edad
indefinible, bajo, regordete, con bigotes de morsa y gafas de montura metálica,
rostro bonachón y mirada perdida en el infinito, no conduce, en nuestro estado
intermediario, absolutamente a nada. Decir que nací en Albany, estado de Nueva
York, el 9 de agosto de 1874, que mis padres poseían una pequeña tienda de
ultramarinos en la que trabajé durante varios años, que ejercí simultáneamente
el periodismo y la taxidermia, y que lo abandoné todo para dedicarme a
coleccionar hechos extraños arrojados del. seno de la ciencia por unas mentes
encallecidas, es reunir una serie de datos positivistas que pueden ser
aplicados a cualquiera; ya que cualquier persona es continua con todos sus
semejantes, y todos los datos correspondientes a un ser determinado son hechos
de una historia común a toda la humanidad, puesto que en nuestra
cuasi-existencia cualquier persona puede ser baja, regordeta, con bigotes de
morsa y gafas de montura metálica, tener rostro bonachón y mirada perdida en el
infinito, cualquier persona puede haber nacido en Albany en 1874 y descender de
los propietarios de una tienda de ultramarinos.»
Porque éste
es el espíritu que animaba a Charles Hoy Fort, inconformista, iconoclasta, destructor de mitos y leyendas científicas,
contemporáneo del futuro, y autor de uno de los libros más discutidos de nuestro
siglo. «El libro de los condenados» aparecía por primera vez en Nueva York, en
1919, editado por Boni and Liveright Inc; y su aparición causaba un verdadero
escándalo, siendo al mismo tiempo alabado como uno de los libros más lúcidos de los últimos tiempos e insultado como
una de las aberraciones más monstruosas de toda la historia de las
pseudociencias.
Y así, en la
polémica, el libro obtenía un éxito extraordinario: algunos lo comparaban a
«The Golden Bough», la monumental y famosa obra de Frazer, otros lo equiparaban
a un moderno Apocalipsis, los más calificaban
a Charles Fort como «la mayor figura literaria después de Edgar Allan Poe».
Pero, ¿qué
es «El libro de los condenados», cómo nació, qué espíritu lo anima? Más que
cualquier disgresión que pueda hacer yo al respecto, creo que es el propio
Charles Fort quien mejor puede definírnoslo.
«Comencé a escribir "El libro de los condenados" -dice Charles Fort- cuando era un niño. Estaba
determinado a ser un naturalista. Leía con voracidad, cazaba pájaros y los
disecaba, coleccionaba sellos, clasificaba minerales, clavaba insectos con
agujas y les ponía etiquetas como las que veía en los museos. Luego me convertí
en un periodista y, en su lugar, coleccioné cuerpos de idealistas en las
morgues, escolares desfilando por Brooklin y presos en las cárceles, arreglé
mis experiencias y las examiné como había examinado los huevos de los pájaros, los
minerales y los insectos.
»Me asombra cada vez que oigo a
alguien decir que no puede comprender los sueños o, mejor, que no ve nada especialmente
místico en ellos. Que cada cual contemple su vida. No hay fenómenos de los
sueños que no sean característicos para todas las vidas: la desaparición, el
disolverse de nuevo de algo que uno había supuesto que sería el final, era algo
tan excitante como podían serlo los fragmentos de cadáveres en las morgues, el
crimen y el altruismo. Así nació el monismo que aparece a todo lo largo de
"El libro de los condenados": la fusion de todas las cosas en las
demás, la imposibilidad de distinguir cualquier cosa de cualquier otra en un
sentido positivo, o específicamente de discernir la vida de cada día de la
existencia en los sueños.
»Tomé la determinación de escribir un
libro. Comencé escribiendo novelas: cada año hacía, más o menos, tres millones
y medio de palabras, aunque esto sólo sea una estimación. Pensé que, excepto en
la escritura de novelas, que probablemente parecían crías de canguro, no podía
hallar ningún otro incentivo por el que seguir viviendo. Abogados,
naturalistas, senadores de Estados Unidos... ¡vaya conjunto de aburridos! Pero
no escribía lo que deseaba. Comencé de nuevo, y me convertí en un realista
ultracientífico.
»Asi que tomé una enorme cantidad de
notas. Tenía una pared cubierta por pequeños departamentos destinados a ellas.
Tenía veinticinco mil notas. Me preocupaba la posibilidad de un incendio. Pensé
en tomar las notas en un material ignífugo. Pero no era lo que quería y,
finalmente, las destruí. Esto es algo que Theodore Dreiser no me perdonará
jamás.
»Mi primer interés había sido
científico. pero el realismo me hizo retroceder. Entonces, durante ocho años,
estudié todas las artes y ciencias de que había oído hablar, e inventé media
docena más de otras artes y ciencias. Me maravillé de que alguien pudiera
contentarse con ser un novelista o el director de una compañía acerera, o un sastre,
o gobernador, o barrendero. Entonces se me ocurrió un plan para coleccionar
notas sobre todos los temas de la investigación humana acerca de todos los
fenómenos conocidos, para entonces tratar de hallar la mayor diversidad posible
de datos, de concordancias, que significaran algo de orden cósmico o ley o
fórmula... algo que pudiera ser generalizado. Coleccioné notas sobre los
principios y fenómenos de la astronomía, sociología, psicología, buceo a
grandes profundidades, navegación, exploraciones, volcanes, religiones, sexos,
gusanos... eso es, buscando siempre similitudes en las diferencias más
aparentes, tal y como cuantivalencias astronómicas, químicas y sociológicas, o
perturbaciones astronómicas, químicas y sociológicas, combinaciones químicas y musicales,
fenómenos morfológicos de magnetismo, química y atracciones sexuales.
»Acabé por tener cuarenta mil notas,
repartidas en mil trescientos temas tales como: "armonía",
"equilibrio", "catalizadores",
"saturación","oferta" y "metabolismo". Eran mil
trescientos demonios aullando con mil trescientas voces a mi intento de hallar
una finalidad. Escribí un libro que expresaba muy poco de lo que estaba
tratando de conseguir. Lo recorté, de quinientas o seiscientas páginas, a
noventa. Entonces lo tiré: no era lo que quería.
»Pero la fuerza de las cuarenta mil
notas había sido modificada por este libro. No obstante, el poder o la hipnosis
de todas ellas, de las notas ortodoxas, del materialismo ortodoxo, del Tyndall
dice esto o del Darwin dice aquello, la autoridad, la positividad, de los
químicos y astrónomos y geólogos que habían probado eso o aquello, el monismo y
la náusea, me estaban haciendo escribir sobre el hecho de que ni siquiera dos veces
dos son cuatro, excepto en una forma arbitraria y convencional; o sea, que no
existe nada positivo, que hasta el sujeto más profundamente hipnotizado tiene
alguna débil consciencia de su estado, y que con una duda aquí y una
insatisfacción allá, jamás ha sido totalmente fiel a la ortodoxia científica,
como nunca lo fue un monje medieval o un miembro del Ejército de Salvación
aunque ellos no se hicieran preguntas. La unicidad de la totalidad. Que en mi
tentativa de hallar lo que se esconde tras los fenómenos me había equivocado en
las dos clasificaciones con las que había terminado: que esos dos órdenes de lo
aparente representan extremos ideales que no tienen existencia en nuestro
estado de simulación, que nosotros y todas las demás apariencias o fantasmas de
un supersueño somos expresiones de un flujo cósmico o una graduación entre
ellos; uno llamado desorden, falta de realidad, inexistencia, equilibrio,
fealdad, discordancia, inconsistencia; y el otro llamado orden, realidad,
equilibrio, belleza, armonía, justicia, verdad.
Este es el tema que se esconde bajo "El
libro de los condenados". Es algo que muchas personas no han querido.
»Este es el espíritu que guió a Charles Hoy Fort
a escribir "El libro de los condenados". Para algunos, una primera lectura
parecerá tal vez tan solo un amasijo de datos más o menos extravagantes. Si su
mérito fuera tan solo éste,
«El libro de
los condenados» sería un libro que no valdría la pena de ser leído: cualquiera,
con más o menos paciencia y tras consultar varios archivos y bibliotecas, puede
llegar a completar una tarea así. El mérito de "El libro de los
condenados" es mucho más profundo que la simple recopilación de unos hechos
malditos: me atrevería a decir que es, incluso, el del planteamiento de una
nueva filosofía. Charles Fort, a través de los veintiocho capítulos de su
libro, nos presenta toda una nueva concepción de lo que nos rodea. Sus ideas a
este respecto podrán parecernos a veces atrevidas, incongruentes, incluso
absurdas... si las estudiamos bajo el manto del cartesianismo.
Pero Charles
Fort repudia el cartesianismo. Por otro lado, añadiría yo, muchos hechos
ortodoxamente científicos, reconocidos por la "ciencia oficial"
contemporánea -como pueda ser la bilateralidad de la materia por ejemplo-, pueden
parecer al no iniciado nociones tan malditas como el propio esoterismo de Fort.
El intermediarismo de Charles Fort no
es en el fondo, en cierto modo, más que una rabiosa reacción contra el conservadurismo
de una ciencia oficial que solamente acepta los hechos que le convienen a ella,
una reacción contra el exclusionismo que ejercen unas determinadas disciplinas
científicas que, desde todos los tiempos, han practicado una severa segregación
entre los hechos que le acomodan y los que no se le acomodan, aceptando sin más
los primeros e ignorando completamente, rechazando y suprimiendo sin escrúpulos
los que le molestan. Esta reacción está expresada en «El libro de los
condenados», de un modo ferozmente irónico, destructivo, expresión fiel de la
propia personalidad de Charles Fort. Fort, como dice en multitud de ocasiones a
todo lo largo de su obra, busca la universalidad en todos los fenómenos, en
contraposición a los intentos de localización que llevan a cabo las distintas
ciencias. Pero el tema, reconoce, es demasiado amplio: «Consúmanme el tronco de una sequoia, hojéenme las páginas de un acantilado
de creta, multiplíquenlo por mil, y reemplacen mi fútil inmodestia por una megalomanía
de titán: sólo entonces podré escribir con la amplitud que reclama mi tema.» Fort
buscaba correlacionar entre sí todos los fenómenos: «todo es continuo con todo», y para ello intentaba saber también de
todo. «Estudié todas las artes y ciencias
de las que había oído hablar, e inventé media docena más de ellas.»
Porque no
vivimos en un mundo compartimentado, elaborado a modo de celdillas por multitud
de ciencias aisladas las unas de las otras. El matemático necesitará del
astrónomo, el astrónomo del biólogo, el biólogo del físico. Sin embargo, la
ciencia oficial no acepta esta interacción, está totalmante compartimentada, y
esta compartimentación constituye su principal defecto. Fort luchaba contra
todo esto, y luchaba con todas sus fuerzas. Sus ideas, ortodoxamente, podían
parecer así acientíficas, alocadas, absurdas. A él no le importaba. Vivimos en una pseudoexistencia, decía,
en la que sólo se pueden extraer pseudo-conclusíones
basandose en pseudo-intormes. Fort no se preocupaba así de extraer
conclusiones concretas: «Mis conclusiones
son intermediaristas; mañana otros las rebatirán, al igual que hoy rebato yo
las conclusiones positivistas, y estaré contento por ello.» Cada uno de nosotros vive inmerso en la
Dominante de su época, y Fort escribía también según su Dominante, y lo
admitía. Pero él sabía ver, pese a todo, con una visión superior a su
alrededor, y veía que todo no es más que convencionalismo: «Siempre he
encontrado interesante recorrer una calle, mirar lo que me rodea y preguntarme
a qué se parecerían todas estas cosas si no se me hubiera enseñado a ver
caballos, árboles y casas allí donde hay caballos, árboles y casas. Estoy
persuadido de que, para una visión superior, los objetos no son más que
constreñimientos locales fundiéndose instintivamente los unos con los otros en
un gran todo global.»
La
personalidad de Charles Fort es, para mí, una de las personalidades más
intensas de su tiempo... y de nuestro tiempo también. La idea de esta
personalidad se halla fielmente reflejada en un fragmento autobiográfico
aparecido en su libro «Wild talents»: «Hace tiempo -escribe Fort-,
cuando yo era un bribón especialmente perverso, se me condenaba a trabajar los
sábados en la tienda paterna, en donde debía rascar las etiquetas de las latas
de conserva de la competencia para pegar en su lugar las de mis padres. Un día
en el que disponía de una verdadera pirámide de conservas de frutas y
legumbres, no me quedaban más que etiquetas de melocotones. Las pegué en los
botes de melocotones hasta que llegué a los de albaricoques. Y pensé: ¿acaso
los albaricoques no son melocotones? Y algunas de las ciruelas, ¿no son también
albaricoques? En vista de lo cual me puse concienzudamente o científicamente a
pegar mis etiquetas de melocotones en los botes de ciruelas, de cerezas, de
judías, y de guisantes. Ignoro aún cuál era mi motivo, y no he llegado a
decidir si era un sabio o un humorista.» Pero, algunas páginas más adelante,
en el mismo libro, añadirá como colofón: «El precio de los pijamas en Jersey
City se ve afectado por el mal carácter de una suegra groenlandesa o por la
demanda en China de cuernos de rinoceronte para la curación de los reumatismos;
ya que todas las cosas son continuas, están unidas entre ellas con una homogeneidad
subyacente. Y de ahí la lógica subyacente del chiquillo, culpable de muchas
cosas, salvo de haber oído pronunciar un silogismo, y que pegaba una etiqueta
de melocotones en un bote de guisantes. La relación de las cosas entre sí es
tal, que la diferencia entre un fruto y lo que se ha convenido en llamar una
legumbre permanece indefinible. ¿Qué es un tomate: un fruto o una legumbre?»Este era, precisamente, el sistema de búsqueda de Charles Fort: buscar una universalidad por encima del convencionalismo de las arbitrarias divisiones y subdivisiones. El que este sistema fuera más o menos ortodoxo no importa: daba los resultados apetecidos... y los sigue dando aún. Porque, si bien el libro fue publicado por primera vez en 1919, su vigencia sigue aún totalmente en pie hoy en día. En realidad, «El libro de los condenados» es un libro que no pertenece en absoluto a su tiempo, a la época en que fue escrito: está completamente por delante de él. Para la convencional y estratificada sociedad de principios del siglo XX, las ideas de Fort resultaban tan revolucionarias como pudieron serlo, en su tiempo, las de un Copérnico. Lo son aún hoy en día. Ciertamente, hay algunos conceptos que han sido superados, pero incluso en ellos bastaría con sustituir algunas palabras, cambiar por ejemplo tal vez aeronautas por astronautas, elevar un poco los límites de las fronteras señaladas por Fort, sencillamente, actualizarlo, para que recuperase toda su vigencia, ya que ninguna de las ideas, que es en el fondo lo que importa, ha envejecido. Sí, lo sé: algunos lectores aducirán, sin duda, que algunas de sus hipótesis son hoy insostenibles: el supermar de los Sargazos, por ejemplo, el cielo gelatinoso, los campos de hielo celestes... Por supuesto, la astronáutica se ha encargado de eliminar en cierto modo la barrera de nuestra atmósfera, mejor dicho, la ha levantado un poco, apenas algunos kilómetros. ¿Cuántos? Porque la astronáutica no nos ha resulto aún, en absoluto, todos los misterios de allá arriba. Y el hecho de que el hipotético supermar de los Sargazos, o los forteanos superlagos, o las grandes extensiones gelatinosas y los bancos de hielo, estén a diez kilómetros de las superficie de la tierra, a cien o a diez mil, no varía demasiado el hecho en sí de la posibilidad de su existencia.
¿Conocemos
acaso todo lo que hay allá arriba? Quedan aún demasiados misterios por
desentrañar en el cielo como para que nos apresuremos a anatemizar unas ideas
que tal vez rechazamos tan sólo por el simple hecho de ser demasiado
perturbadoras.
Por otro
lado, creo que en el mismo decimonónico anacronismo que actualmente tienen
algunos de los hechos científicos expresados por Fort se halla el mayor encanto
del libro. «El libro de los condenados» fue escrito utilizando las ideas de su
tiempo, y la necesidad de una puesta al día es más bien relativa, ya que, desgraciadamente,
la base del «método científico» reconocido oficialmente ha cambiado muy poco
desde aquellos días. Las ideas básicas de Fort, su cosmogonía, siguen siendo
válidas: y no hay que olvidar que, entre otras muchas cosas, Charles Fort ha
sido un precursor al hablar por primera vez, cuando aún nadie pensaba en ellos,
de una serie de «temas malditos» que hoy ocupan las primeras páginas de muchas
revistas y periódicos: platillos volantes, civilizaciones desaparecidas,
visitantes extraterrestres.
Escrito en
1919, «El libro de los condenados» creó, sigue creando aún, toda una escuela de
seguidores, entre los que hay que citar a personalidades de la talla de Theodore Dreiser, Booth Tartington, Tristan
Tzara, André Breton, Harry Leo Wilson, Ben Hecht, Alexander Woollcott, Burton
Rascoe... Influenció
también a Lovecraft -que lo consideraba
como su maestro-, en toda su labor literaria, y los propios Pauwels y Bergier confiesan haberse
basado en su propio «proceso de búsqueda «para
la gestación de su «Retorno de los Brujos».
Creo que
hoy, precisamente hoy, es cuando «El libro de los condenados» tiene una mayor
vigencia que nunca... y que son los propios avances de la ciencia
autodenominada oficial los que le confieren precisamente esta desusada actualidad.
Como dice muy bien Robert Benayoun en el prólogo a la edición francesa del
libro: «cuando dos asambleas de sabios deciden, la una en Oxford, la otra en
Oak Ridge, que nada se ha hecho aún para el estudio sistemático de los
fenómenos clásicos de ebullición y de congelación, cuando los observadores da
Monte Palomar encuentran a menudo despreciable la curvatura del espacio y
revelan la posibilidad de un universo plano e infinito, cuando Jean Rostand, en
el film "En las fronteras del hombre" remeda a Prometeo ("Allá
donde la Naturaleza no había previsto más que una sola célula, yo construyo
dos, tres"), cuando Albert Ducrocq, confundiendo memoria e imaginación, se
dedica con el automata Calliope a la poesía-aprieta-botones, cuando el gran
matemático Eddigton encuentra claramente expuesto en el Jabrebocq de Lewis
Carroll "el equívoco esencial de las entidades fundamentales de la
física...", es tiempo de leer a
Charles Fort».
¡Mil hechos malditos ignorados por la
ciencia!
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