11 abr 2014

Charles Hoy Fort "El libro de los condenados"

 
Charles Hoy Fort (1874 – 1932)
 

¡Este es uno de los libros más asombrosos y menos convencionales que jamás hayan sido escritos! En este volumen Charles Fort recoge algunos de los más extraños y asombrosos acontecimientos que hayan ocurrido en este mundo, hechos sobre los que la ciencia se muestra extrañamente silenciosa.
Una recopilación de 1.001 fenómenos, comprobados y testificados, a los que la ciencia, no pudiendo dar explicación, ignora de un modo deliberado.

"Charles Fort ha llevado a cabo un terrible ataque contra la locura acumulada durante cincuenta siglos... Ha hecho unos enormes y feos agujeros en la base científica de los conocimientos modernos". – Ben Hecht
"Charles Fort fue el Colón de lo desconocido, el arquitecto de los OVNIS y el padre fundador de todo lo que hay de fabuloso en los confines inexplorados del Universo. El leer su obra es algo necesario para toda mente inquisitiva". –Donald Wollheim

"Sugiero que todo aquel que piense que el nuestro es el único mundo posible se pase un fin de semana leyendo la obra de Charles Fort". – Arch Oboler

ALGUNAS OPINIONES SOBRE EL AUTOR Y SU OBRA
"Charles Fort es el apóstol de la excepción y el sacerdote engañador de lo improbable".
Ben Hetch

"Sus sarcasmos están en armonía con las críticas más admisibles de Einstein y de Surrell".
Martin Gardner

"Leer a Charles Fort es como cabalgar en un cometa".
Maynard Shipley

"Es la mayor figura literaria desde Edgar Allan Poe".
Theodore Dreisler

"Una de las monstruosidades de la literatura".
Edmund Pearson

"Un ramo de oro para los flagelados por la crítica".
John Winterich

En el Libro de los condenados hay, como mínimo, el germen de seis nuevas ciencias".
John W. Campbell

Para presentar un libro hay que hablar primero de su autor. Pero, ¿cómo hablar de Charles Fort? ¿Cómo presentar una personalidad como la suya? Por otra parte, no creo que a él le gustara tampoco. Diría: «escribir que soy un hombre de edad indefinible, bajo, regordete, con bigotes de morsa y gafas de montura metálica, rostro bonachón y mirada perdida en el infinito, no conduce, en nuestro estado intermediario, absolutamente a nada. Decir que nací en Albany, estado de Nueva York, el 9 de agosto de 1874, que mis padres poseían una pequeña tienda de ultramarinos en la que trabajé durante varios años, que ejercí simultáneamente el periodismo y la taxidermia, y que lo abandoné todo para dedicarme a coleccionar hechos extraños arrojados del. seno de la ciencia por unas mentes encallecidas, es reunir una serie de datos positivistas que pueden ser aplicados a cualquiera; ya que cualquier persona es continua con todos sus semejantes, y todos los datos correspondientes a un ser determinado son hechos de una historia común a toda la humanidad, puesto que en nuestra cuasi-existencia cualquier persona puede ser baja, regordeta, con bigotes de morsa y gafas de montura metálica, tener rostro bonachón y mirada perdida en el infinito, cualquier persona puede haber nacido en Albany en 1874 y descender de los propietarios de una tienda de ultramarinos.»
Porque éste es el espíritu que animaba a Charles Hoy Fort, inconformista, iconoclasta, destructor de mitos y leyendas científicas, contemporáneo del futuro, y autor de uno de los libros más discutidos de nuestro siglo. «El libro de los condenados» aparecía por primera vez en Nueva York, en 1919, editado por Boni and Liveright Inc; y su aparición causaba un verdadero escándalo, siendo al mismo tiempo alabado como uno de los libros más lúcidos de los últimos tiempos e insultado como una de las aberraciones más monstruosas de toda la historia de las pseudociencias.

Y así, en la polémica, el libro obtenía un éxito extraordinario: algunos lo comparaban a «The Golden Bough», la monumental y famosa obra de Frazer, otros lo equiparaban a un moderno Apocalipsis, los más calificaban a Charles Fort como «la mayor figura literaria después de Edgar Allan Poe».
Pero, ¿qué es «El libro de los condenados», cómo nació, qué espíritu lo anima? Más que cualquier disgresión que pueda hacer yo al respecto, creo que es el propio Charles Fort quien mejor puede definírnoslo.

«Comencé a escribir "El libro de los condenados" -dice Charles Fort- cuando era un niño. Estaba determinado a ser un naturalista. Leía con voracidad, cazaba pájaros y los disecaba, coleccionaba sellos, clasificaba minerales, clavaba insectos con agujas y les ponía etiquetas como las que veía en los museos. Luego me convertí en un periodista y, en su lugar, coleccioné cuerpos de idealistas en las morgues, escolares desfilando por Brooklin y presos en las cárceles, arreglé mis experiencias y las examiné como había examinado los huevos de los pájaros, los minerales y los insectos.
»Me asombra cada vez que oigo a alguien decir que no puede comprender los sueños o, mejor, que no ve nada especialmente místico en ellos. Que cada cual contemple su vida. No hay fenómenos de los sueños que no sean característicos para todas las vidas: la desaparición, el disolverse de nuevo de algo que uno había supuesto que sería el final, era algo tan excitante como podían serlo los fragmentos de cadáveres en las morgues, el crimen y el altruismo. Así nació el monismo que aparece a todo lo largo de "El libro de los condenados": la fusion de todas las cosas en las demás, la imposibilidad de distinguir cualquier cosa de cualquier otra en un sentido positivo, o específicamente de discernir la vida de cada día de la existencia en los sueños.

»Tomé la determinación de escribir un libro. Comencé escribiendo novelas: cada año hacía, más o menos, tres millones y medio de palabras, aunque esto sólo sea una estimación. Pensé que, excepto en la escritura de novelas, que probablemente parecían crías de canguro, no podía hallar ningún otro incentivo por el que seguir viviendo. Abogados, naturalistas, senadores de Estados Unidos... ¡vaya conjunto de aburridos! Pero no escribía lo que deseaba. Comencé de nuevo, y me convertí en un realista ultracientífico.
»Asi que tomé una enorme cantidad de notas. Tenía una pared cubierta por pequeños departamentos destinados a ellas. Tenía veinticinco mil notas. Me preocupaba la posibilidad de un incendio. Pensé en tomar las notas en un material ignífugo. Pero no era lo que quería y, finalmente, las destruí. Esto es algo que Theodore Dreiser no me perdonará jamás.

»Mi primer interés había sido científico. pero el realismo me hizo retroceder. Entonces, durante ocho años, estudié todas las artes y ciencias de que había oído hablar, e inventé media docena más de otras artes y ciencias. Me maravillé de que alguien pudiera contentarse con ser un novelista o el director de una compañía acerera, o un sastre, o gobernador, o barrendero. Entonces se me ocurrió un plan para coleccionar notas sobre todos los temas de la investigación humana acerca de todos los fenómenos conocidos, para entonces tratar de hallar la mayor diversidad posible de datos, de concordancias, que significaran algo de orden cósmico o ley o fórmula... algo que pudiera ser generalizado. Coleccioné notas sobre los principios y fenómenos de la astronomía, sociología, psicología, buceo a grandes profundidades, navegación, exploraciones, volcanes, religiones, sexos, gusanos... eso es, buscando siempre similitudes en las diferencias más aparentes, tal y como cuantivalencias astronómicas, químicas y sociológicas, o perturbaciones astronómicas, químicas y sociológicas, combinaciones químicas y musicales, fenómenos morfológicos de magnetismo, química y atracciones sexuales.
»Acabé por tener cuarenta mil notas, repartidas en mil trescientos temas tales como: "armonía", "equilibrio", "catalizadores", "saturación","oferta" y "metabolismo". Eran mil trescientos demonios aullando con mil trescientas voces a mi intento de hallar una finalidad. Escribí un libro que expresaba muy poco de lo que estaba tratando de conseguir. Lo recorté, de quinientas o seiscientas páginas, a noventa. Entonces lo tiré: no era lo que quería.

»Pero la fuerza de las cuarenta mil notas había sido modificada por este libro. No obstante, el poder o la hipnosis de todas ellas, de las notas ortodoxas, del materialismo ortodoxo, del Tyndall dice esto o del Darwin dice aquello, la autoridad, la positividad, de los químicos y astrónomos y geólogos que habían probado eso o aquello, el monismo y la náusea, me estaban haciendo escribir sobre el hecho de que ni siquiera dos veces dos son cuatro, excepto en una forma arbitraria y convencional; o sea, que no existe nada positivo, que hasta el sujeto más profundamente hipnotizado tiene alguna débil consciencia de su estado, y que con una duda aquí y una insatisfacción allá, jamás ha sido totalmente fiel a la ortodoxia científica, como nunca lo fue un monje medieval o un miembro del Ejército de Salvación aunque ellos no se hicieran preguntas. La unicidad de la totalidad. Que en mi tentativa de hallar lo que se esconde tras los fenómenos me había equivocado en las dos clasificaciones con las que había terminado: que esos dos órdenes de lo aparente representan extremos ideales que no tienen existencia en nuestro estado de simulación, que nosotros y todas las demás apariencias o fantasmas de un supersueño somos expresiones de un flujo cósmico o una graduación entre ellos; uno llamado desorden, falta de realidad, inexistencia, equilibrio, fealdad, discordancia, inconsistencia; y el otro llamado orden, realidad, equilibrio, belleza, armonía, justicia, verdad.
Este es el tema que se esconde bajo "El libro de los condenados". Es algo que muchas personas no han querido.

 »Este es el espíritu que guió a Charles Hoy Fort a escribir "El libro de los condenados". Para algunos, una primera lectura parecerá tal vez tan solo un amasijo de datos más o menos extravagantes. Si su mérito fuera tan solo éste,
«El libro de los condenados» sería un libro que no valdría la pena de ser leído: cualquiera, con más o menos paciencia y tras consultar varios archivos y bibliotecas, puede llegar a completar una tarea así. El mérito de "El libro de los condenados" es mucho más profundo que la simple recopilación de unos hechos malditos: me atrevería a decir que es, incluso, el del planteamiento de una nueva filosofía. Charles Fort, a través de los veintiocho capítulos de su libro, nos presenta toda una nueva concepción de lo que nos rodea. Sus ideas a este respecto podrán parecernos a veces atrevidas, incongruentes, incluso absurdas... si las estudiamos bajo el manto del cartesianismo.

Pero Charles Fort repudia el cartesianismo. Por otro lado, añadiría yo, muchos hechos ortodoxamente científicos, reconocidos por la "ciencia oficial" contemporánea -como pueda ser la bilateralidad de la materia por ejemplo-, pueden parecer al no iniciado nociones tan malditas como el propio esoterismo de Fort.
El intermediarismo de Charles Fort no es en el fondo, en cierto modo, más que una rabiosa reacción contra el conservadurismo de una ciencia oficial que solamente acepta los hechos que le convienen a ella, una reacción contra el exclusionismo que ejercen unas determinadas disciplinas científicas que, desde todos los tiempos, han practicado una severa segregación entre los hechos que le acomodan y los que no se le acomodan, aceptando sin más los primeros e ignorando completamente, rechazando y suprimiendo sin escrúpulos los que le molestan. Esta reacción está expresada en «El libro de los condenados», de un modo ferozmente irónico, destructivo, expresión fiel de la propia personalidad de Charles Fort. Fort, como dice en multitud de ocasiones a todo lo largo de su obra, busca la universalidad en todos los fenómenos, en contraposición a los intentos de localización que llevan a cabo las distintas ciencias. Pero el tema, reconoce, es demasiado amplio: «Consúmanme el tronco de una sequoia, hojéenme las páginas de un acantilado de creta, multiplíquenlo por mil, y reemplacen mi fútil inmodestia por una megalomanía de titán: sólo entonces podré escribir con la amplitud que reclama mi tema.» Fort buscaba correlacionar entre sí todos los fenómenos: «todo es continuo con todo», y para ello intentaba saber también de todo. «Estudié todas las artes y ciencias de las que había oído hablar, e inventé media docena más de ellas.»

Porque no vivimos en un mundo compartimentado, elaborado a modo de celdillas por multitud de ciencias aisladas las unas de las otras. El matemático necesitará del astrónomo, el astrónomo del biólogo, el biólogo del físico. Sin embargo, la ciencia oficial no acepta esta interacción, está totalmante compartimentada, y esta compartimentación constituye su principal defecto. Fort luchaba contra todo esto, y luchaba con todas sus fuerzas. Sus ideas, ortodoxamente, podían parecer así acientíficas, alocadas, absurdas. A él no le importaba. Vivimos en una pseudoexistencia, decía, en la que sólo se pueden extraer pseudo-conclusíones basandose en pseudo-intormes. Fort no se preocupaba así de extraer conclusiones concretas: «Mis conclusiones son intermediaristas; mañana otros las rebatirán, al igual que hoy rebato yo las conclusiones positivistas, y estaré contento por elloCada uno de nosotros vive inmerso en la Dominante de su época, y Fort escribía también según su Dominante, y lo admitía. Pero él sabía ver, pese a todo, con una visión superior a su alrededor, y veía que todo no es más que convencionalismo: «Siempre he encontrado interesante recorrer una calle, mirar lo que me rodea y preguntarme a qué se parecerían todas estas cosas si no se me hubiera enseñado a ver caballos, árboles y casas allí donde hay caballos, árboles y casas. Estoy persuadido de que, para una visión superior, los objetos no son más que constreñimientos locales fundiéndose instintivamente los unos con los otros en un gran todo global.»
La personalidad de Charles Fort es, para mí, una de las personalidades más intensas de su tiempo... y de nuestro tiempo también. La idea de esta personalidad se halla fielmente reflejada en un fragmento autobiográfico aparecido en su libro «Wild talents»: «Hace tiempo -escribe Fort-, cuando yo era un bribón especialmente perverso, se me condenaba a trabajar los sábados en la tienda paterna, en donde debía rascar las etiquetas de las latas de conserva de la competencia para pegar en su lugar las de mis padres. Un día en el que disponía de una verdadera pirámide de conservas de frutas y legumbres, no me quedaban más que etiquetas de melocotones. Las pegué en los botes de melocotones hasta que llegué a los de albaricoques. Y pensé: ¿acaso los albaricoques no son melocotones? Y algunas de las ciruelas, ¿no son también albaricoques? En vista de lo cual me puse concienzudamente o científicamente a pegar mis etiquetas de melocotones en los botes de ciruelas, de cerezas, de judías, y de guisantes. Ignoro aún cuál era mi motivo, y no he llegado a decidir si era un sabio o un humorista.» Pero, algunas páginas más adelante, en el mismo libro, añadirá como colofón: «El precio de los pijamas en Jersey City se ve afectado por el mal carácter de una suegra groenlandesa o por la demanda en China de cuernos de rinoceronte para la curación de los reumatismos; ya que todas las cosas son continuas, están unidas entre ellas con una homogeneidad subyacente. Y de ahí la lógica subyacente del chiquillo, culpable de muchas cosas, salvo de haber oído pronunciar un silogismo, y que pegaba una etiqueta de melocotones en un bote de guisantes. La relación de las cosas entre sí es tal, que la diferencia entre un fruto y lo que se ha convenido en llamar una legumbre permanece indefinible. ¿Qué es un tomate: un fruto o una legumbre?»

Este era, precisamente, el sistema de búsqueda de Charles Fort: buscar una universalidad por encima del convencionalismo de las arbitrarias divisiones y subdivisiones. El que este sistema fuera más o menos ortodoxo no importa: daba los resultados apetecidos... y los sigue dando aún. Porque, si bien el libro fue publicado por primera vez en 1919, su vigencia sigue aún totalmente en pie hoy en día. En realidad, «El libro de los condenados» es un libro que no pertenece en absoluto a su tiempo, a la época en que fue escrito: está completamente por delante de él. Para la convencional y estratificada sociedad de principios del siglo XX, las ideas de Fort resultaban tan revolucionarias como pudieron serlo, en su tiempo, las de un Copérnico. Lo son aún hoy en día. Ciertamente, hay algunos conceptos que han sido superados, pero incluso en ellos bastaría con sustituir algunas palabras, cambiar por ejemplo tal vez aeronautas por astronautas, elevar un poco los límites de las fronteras señaladas por Fort, sencillamente, actualizarlo, para que recuperase toda su vigencia, ya que ninguna de las ideas, que es en el fondo lo que importa, ha envejecido. Sí, lo sé: algunos lectores aducirán, sin duda, que algunas de sus hipótesis son hoy insostenibles: el supermar de los Sargazos, por ejemplo, el cielo gelatinoso, los campos de hielo celestes... Por supuesto, la astronáutica se ha encargado de eliminar en cierto modo la barrera de nuestra atmósfera, mejor dicho, la ha levantado un poco, apenas algunos kilómetros. ¿Cuántos? Porque la astronáutica no nos ha resulto aún, en absoluto, todos los misterios de allá arriba. Y el hecho de que el hipotético supermar de los Sargazos, o los forteanos superlagos, o las grandes extensiones gelatinosas y los bancos de hielo, estén a diez kilómetros de las superficie de la tierra, a cien o a diez mil, no varía demasiado el hecho en sí de la posibilidad de su existencia.

¿Conocemos acaso todo lo que hay allá arriba? Quedan aún demasiados misterios por desentrañar en el cielo como para que nos apresuremos a anatemizar unas ideas que tal vez rechazamos tan sólo por el simple hecho de ser demasiado perturbadoras.
Por otro lado, creo que en el mismo decimonónico anacronismo que actualmente tienen algunos de los hechos científicos expresados por Fort se halla el mayor encanto del libro. «El libro de los condenados» fue escrito utilizando las ideas de su tiempo, y la necesidad de una puesta al día es más bien relativa, ya que, desgraciadamente, la base del «método científico» reconocido oficialmente ha cambiado muy poco desde aquellos días. Las ideas básicas de Fort, su cosmogonía, siguen siendo válidas: y no hay que olvidar que, entre otras muchas cosas, Charles Fort ha sido un precursor al hablar por primera vez, cuando aún nadie pensaba en ellos, de una serie de «temas malditos» que hoy ocupan las primeras páginas de muchas revistas y periódicos: platillos volantes, civilizaciones desaparecidas, visitantes extraterrestres.

Escrito en 1919, «El libro de los condenados» creó, sigue creando aún, toda una escuela de seguidores, entre los que hay que citar a personalidades de la talla de Theodore Dreiser, Booth Tartington, Tristan Tzara, André Breton, Harry Leo Wilson, Ben Hecht, Alexander Woollcott, Burton Rascoe... Influenció también a Lovecraft -que lo consideraba como su maestro-, en toda su labor literaria, y los propios Pauwels y Bergier confiesan haberse basado en su propio «proceso de búsqueda «para la gestación de su «Retorno de los Brujos».
 
Creo que hoy, precisamente hoy, es cuando «El libro de los condenados» tiene una mayor vigencia que nunca... y que son los propios avances de la ciencia autodenominada oficial los que le confieren precisamente esta desusada actualidad. Como dice muy bien Robert Benayoun en el prólogo a la edición francesa del libro: «cuando dos asambleas de sabios deciden, la una en Oxford, la otra en Oak Ridge, que nada se ha hecho aún para el estudio sistemático de los fenómenos clásicos de ebullición y de congelación, cuando los observadores da Monte Palomar encuentran a menudo despreciable la curvatura del espacio y revelan la posibilidad de un universo plano e infinito, cuando Jean Rostand, en el film "En las fronteras del hombre" remeda a Prometeo ("Allá donde la Naturaleza no había previsto más que una sola célula, yo construyo dos, tres"), cuando Albert Ducrocq, confundiendo memoria e imaginación, se dedica con el automata Calliope a la poesía-aprieta-botones, cuando el gran matemático Eddigton encuentra claramente expuesto en el Jabrebocq de Lewis Carroll "el equívoco esencial de las entidades fundamentales de la física...", es tiempo de leer a Charles Fort».



¡Mil hechos malditos ignorados por la ciencia!

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