6 may 2014

Pier Paolo Pasolini opina sobre «Crimen y castigo»

Un joven hombre de veintitrés años —un chico guapo, aunque pálido y delgado— está «traumatizado» por el amor de su madre (y por extensión, de su hermana). La situación es, para nosotros, clásica: se trata de una pasión infantil edípica. Él ha quedado petrificado por ese amor con tanta violencia sentido y correspondido, casi como en una prueba de laboratorio. De hecho, las consecuencias son bien conocidas: la sexofobia, la frigidez sexual y el sadismo. Él parece enamorarse de una chica fea, infeliz, inteligente y enferma. Que muere pronto de tifus (podría decirse que como él ha querido). En este amor no tiene cabida la sensualidad. Él siente otras atracciones —pero que nunca llegan a ser sexuales— por otras dos chicas muy jóvenes: una adolescente borracha o drogada que deambula por la calle (y él la protege pidiendo como un «papagayo» la ayuda —lo cual es sintomático— de un policía), y después, por un instante, otra jovencita mendiga (que por eso da pena: y la pena es humillante, puede ser humillante hasta el sadismo). A esta situación sexual inconsciente (la relación edípica con la madre, extendida a la hermana) se añaden otros elementos «objetivos» y en gran parte conscientes. En efecto, nuestro chico, huérfano de padre, estudia en la capital: es mantenido en los estudios por medio de la mísera pensión de su madre, y su hermana se ve obligada a trabajar como institutriz. Esto ha creado al chico unas obligaciones hacia su familia. Terribles obligaciones de gratitud y de amor, que van a sumarse, precisamente, a la violencia amorosa infantil y a la inconsciente represión de la madre sobre él. Una madre buena, sí, buena, es más, angelical; burguesa, pero dotada de todas las mejores cualidades de la burguesía provincial: es decir, de ese especial idealismo que no puede hacer de su hijo más que un ser adorado y único.

Nuestro héroe está guiado por su subconsciente, y se apresta, como en una pesadilla kafkiana, a jugar el papel que se le ha asignado; de él no puede sustraerse, como un autómata, pero sin embargo puede, sobre él, buscar unas justificaciones, unos pretextos, unos (aberrantes, como veremos) fundamentos moralistas y teóricos. Un día le «viene una idea» —precisamente como si le viniese desde fuera, desde arriba—, y él, como en una pesadilla, precisamente, se pregunta cómo le ha venido semejante idea «no suya»; de hecho, no puede saber que le viene desde abajo. Y así se apresta a elaborarla, a adueñarse de ella (a través de la teorización).

Tal idea es la de matar a una vieja usurera, a la que ha dado en prenda unos objetos (de familia). Se resiste mucho tiempo a tal «envite», pero al final, después de un largo ceremonial, cede. Él mata así a su madre. Su madre, que le obsesiona con las obligaciones, que le crea unos compromisos, que le humilla con su ansiosa comprensión, que le pone frente a su propia impotencia: y que, de todos modos, anteriormente, había suscitado en él un amor que, por ser horrendamente punible, se había —como quiere el mecanismo— transformado en odio. ¿Pero no habíamos dicho que a la figura de la madre él había anexionado también la figura de la hermana? Sí, y en efecto, sucede que, recién asesinada la vieja usurera, entra en la casa la bondadosa y dulce hermana de ésta. La puerta había sido dejada abierta (casi adrede, para que ella pudiese entrar). Además, nuestro asesino sabía que él habría podido matar a la usurera entre las siete y las siete y media, precisamente porque su hermana estaba fuera. En cambio, él llega al lugar del crimen con retraso (por culpa —¡seguimos con el diagnóstico de manual!— de un adormecimiento que se ha prolongado más de lo previsto). En definitiva, él ha ido con retraso a casa de la usurera aposta para dar tiempo a la hermana a regresar. Y así asesina también a ésta. Por lo tanto, él no sólo elimina con las dos viejas a su propia madre y su propia hermana, sino que elimina con ellas esa «realidad doble» que es para él el amor hacia la mujer: por un lado la realidad represiva, feroz, angustiosa (la usurera), y por el otro la realidad tierna, afectuosa, dulce (la hermana de la usurera).

En su teoría —de carácter nietzschiano—, nuestro chico considera el delito un «delito gratuito», hecho para demostrarse a sí mismo, por un lado, que es un hombre superior (que no duda en delinquir con tal de alcanzar su objetivo: enriquecerse para estudiar, convertirse en un científico, un filósofo, un benefactor de la humanidad), y por el otro, que es incluso un «superhombre», más allá de todo valor moral instituido. En definitiva, él fluctúa entre el cinismo de la Realpolitik y la grandeza de la acción pura. En todos los casos está claro que todavía estamos en el laboratorio: de hecho, él tiene necesidad de superar su propio «complejo de inferioridad» derivado de todas las circunstancias que hemos visto.

Sin embargo —como fatalidad—, después de su espantosa hazaña, él se verá obligado a hablar de «fracaso»: y se encontrará de frente a su propia «inferioridad» (que, sin embargo, en él se manifiesta sólo como incapacidad para ocultar las huellas del delito y, sobre todo, como incapacidad para resistirse a los impulsos de la moral común que requiere el remordimiento y la confesión del crimen).

En realidad, el «fracaso» reside en otra cosa. Reside en el hecho de que librarse de su propia madre a través del asesinato de la usurera «doble» (buena y mala) es una liberación simbólica. En realidad, ahí está, la madre (con la hermana), que llega en tren desde la recóndita provincia. Es una auténtica resurrección, la reaparición de un fantasma. ¡El delito ha sido verdaderamente «inútil»! La madre y la hermana llevan consigo, inocentes, no sólo todo el horrendo fardo de amor infantil, sino, además, todas las exigencias y las obligaciones de una vida por vivir, con sus problemas prácticos y su despiadado idealismo inexcusable.

El destino de nuestro asesino, por tanto, está aún totalmente por decidir y por vivir. Todo está por volver a comenzar desde el principio. Pero, ya, nuestro héroe no puede hacerlo. La suya es ya una vida que transcurre por inercia, y él, por tanto, recorre todas las etapas obligadas que suele recorrer —casi según unas perfectas normas fijadas de una vez para siempre— un culpable que acabará siéndolo, confesando y expiando su culpa. Ya, las que cuentan son las vidas de los demás, que se desarrollan en torno a la suya.

Durante su vía crucis (no evangélico, porque él, naturalmente, está contrariado continuamente y hasta el fondo por la interpretación «consciente» que él hace de los hechos: su desafío moralista al mundo y su fallido intento de ser un hombre superior), sin embargo, él continúa influyendo en una vida, más que en las otras, antes de convertirse en un «muerto civil». Se trata de la vida de una chica —una adolescente como las vislumbradas y «apartadas» por la calle— en todo y por todo similar a la hermana de la usurera y, por tanto, a la madre «buena, dulce, quimérica». La identificación de esta chica con la hermana de la usurera y con la madre de la infancia es perfecta: incluso literalmente. El sentimiento de nuestro héroe hacia esta chica debería ser de amor (y, de hecho, lo es): pero se trata de un amor carente de un elemento esencial, es decir, el sexo. El cual se manifiesta (¡de nuevo e irremediablemente!) a través del sadismo. En efecto, el joven le confiesa a ella, por sadismo, su delito: y continúa, por otra parte, atormentándola de todas las maneras. Ella, además, se ve obligada por la miseria, aunque es casi una niña, a ser puta. Y eso desencadena aún más la sexofobia y el puritanismo de nuestro héroe, que ignora perfectamente tener un sexo. Naturalmente, nada más darse cuenta de que tiene un sentimiento de amor hacia ella, él lo sientede inmediato como odio. Y por contra, el amor ingenuo, inmenso e incondicional de ella hacia él empieza de nuevo a crearle ese sentimiento casi cósmico de intolerancia que le había creado el amor de su madre. Es inútil decir que él, maltratando a esta chiquilla, se maltrata a sí mismo. Como ya, matando a las dos ancianas mujeres, se había ensañado consigo mismo. También esto es de manual. Por eso, poco antes de romper con el hacha la pobre, indefensa, tierna nuca de la malvada vieja (la madre, envejeciendo, se vuelve infantil), nuestro héroe había tenido un horrible sueño: unos jóvenes maleantes, en su pequeña ciudad de provincia, por donde él caminaba agarrado de la mano de su padre (!), matan, maltratándola de un modo atroz, una pobre, flaca potranca (que al final él, cuando esté finalmente muerta, irá a besar desesperadamente en el hocico): pero el hecho relevante es que, aunque se trate de una «potranca», él, al hablar de ello con su padre y con los presentes, precisamente porque es niño, la llama «potranco». Por tanto, ¿quién ha sido torturado, maltratado, masacrado, matado: una potranca o un potranco?

Después de la confesión de su delito y de su condena a trabajos forzados, nuestro héroe es seguido, como por una perra fiel, por la puta a la que él no admite amar o manifiesta su amor hacia ella a través de la crueldad. Nada nuevo ha sucedido en lo más profundo de su personalidad. Él ha seguido siendo la misma criatura cristalizada, monstruosa, autómata —y, al mismo tiempo, el chico bueno e inteligente— que era antes del delito. Nada se ha disuelto en él. Sus compañeros de pena odian en él esta fidelidad inderogable a su propio ser, este ascetismo de la diversidad ignota a sí misma. Hasta que la madre real muere; muere de inocente dolor, entre delirios de bondad materna, que aun intuyendo la verdad no quiere admitirla, etcétera. Tal muerte, en principio, no significa nada. Es una muerte en el registro civil. Sin embargo, era indispensable para que finalmente se disolviese algo dentro de su obstinado hijo. Esto ocurre de golpe y sin ninguna razón.

Se asemeja un poco a la que los cristianos llaman «conversión» o los filósofos Zen «iluminación»: es decir, un cambio radical que se produce en un momento cualquiera o incluso banal. Una tarde, en una pausa de trabajo, sobre un desmonte, delante de una gran llanura iluminada por un pálido y tibio sol, donde, a lo lejos, están acampados unos nómadas, nuestro héroe siente de golpe que ama a la chica que le ha seguido: que la ama de manera completa, absoluta, como no había podido amar a su madre de niño. ¡Era así de sencillo!

Dostoievski no sólo ha prefigurado a Nietzsche y toda la cultura nietzschiana, no sólo ha prefigurado a Kafka, es decir, al menos la mitad de la literatura del siglo XX (de hecho, basta quitar la descripción del delito, y dejar todo el resto tal cual: y Crimen y castigo se convierte en un enorme y convulso Proceso), sino que incluso ha prefigurado, precedido, pretendido a Freud. A menos que él supiese ya todo lo que Freud habría descubierto. Éste mío no es más que un humilde parloteo y un análisis psicoanalítico improvisado; pero yo podría demostrar, en un ensayo documentado, que en Crimen y castigo hay un número impresionante de expresiones «explícitamente» psicoanalíticas. Esto me llena de una inmensa admiración, equivalente al menos a la que siento por la incomparable «escenografía» de la novela.

(Incluido en «Descrizioni di descrizioni (1972-75)», Giulio Einaudi Editore, Torino, 1979)



Klodt Michail Petrovich - Raskolnikov and Marmeladov
 
sobre  «LOS HERMANOS KARAMÁSOV»

Freud, como es sabido, no quería mucho a Dostoievski. Las razones que Freud esgrime para justificar su escasa admiración son convencionales y de “buen sentido” (“síntoma” claro, por lo tanto). De todas maneras, Freud ha escrito un ensayo sobre el “parricidio” en Dostoievski (a propósito de Los hermanos Karamázov) y remito al lector a dicho ensayo, si bien no lo tengo presente en este momento con la suficiente claridad como para justificar este “remitir”, y, tal vez más aún, para justificar las dos o tres observaciones que querría formular precisamente acerca de este parricidio (recientemente ha aparecido una edición popular de Los hermanos Karamázov).

Lo que más me sorprende de dicho parricidio es el “reparto”, o tal vez será mejor decir la “multiplicación” de las responsabilidades en lo que atañe a la figura del parricida, y el “duplicado” en lo que atañe a la figura del padre.

También en Crimen y castigo la madre “metafórica”, es decir la vieja usurera, está “duplicada”: es decir, que a ella se añade la hermana “bondadosa”. Por lo tanto, el matricida de Crimen y castigo mata a dos madres en vez de una. Pero aquí la “duplicación” está justificada, porque en realidad la madre se desdobla en sus dos aspectos primordiales: la madre-dragón, la madre-asesina, etc., y la tierna madre de la infancia, introducida por medio de la dulzura del seno, etc. Raskólnikov, pues, materialmente mata a dos madres. En realidad mata solamente a una, que, ante sus ojos alucinados, los del “tiempo del sueño”, se aparece bajo sus dos aspectos opuestos. Matricidio inútil el suyo, como es sabido. Efectivamente, apenas lo ha llevado a cabo, he aquí que la madre vuelve a presentarse ante él, vivita y coleando—como resucitada—con toda su carga de prepotencia y de dulzura; y, naturalmente, además, “duplicada”: se trata de la “madre” y de la “hermana” de Raskólnikov, las verdaderas, las físicas, que llegan a San Petersburgo desde el lejano pueblo natal.

También en Los hermanos Karamázov son dos los padres asesinados (aunque en el caso del segundo el asesinato no tiene éxito): uno es el padre auténtico, el otro es el hombre que ha obrado como un padre: cruel e inmoral el primero, tierno y moral el segundo (que es un criado). En la misma noche, casi en el mismo instante, los cuerpos de estos dos padres —o de este padre en dos— yacen maltratados y ensangrentados. Pero mientras que en Crimen y castigo esta duplicación se muestra perfectamente clara y lógica, en Los hermanos Karamázov es infinitamente más inexplicable, mejor dicho enigmática. El hecho de que la unidad paterna esté constituida por dos personas no tiene salidas o justificaciones reconocibles, en el relato, ni siquiera en lo que atañe a los asesinos. Asesinos que constituyen, ellos también, un verdadero misterio.

Por el momento, el ejecutor material del parricidio parece ser Smerdiákov, el hijo ilegítimo, aquel que más que ningún otro podía tener razones, en el fondo, para odiar al padre. Digo “parece ser” y no directamente “es” porque en realidad es él mismo quien dice a su hermanastro Iván ser el culpable: y nada, ni siquiera Dostoievski, puede garantizar que esa confesión suya sea sincera. En realidad, el “momento” del asesinato del padre es una “laguna”.

Dostoievski —recurriendo así a un truco que no tiene equivalentes en ningún otro punto de toda su obra narrativa— pone allí unos “puntos suspensivos”. Es decir, lo pasa en silencio, lo reprime: no quiere que se sepa, y tal vez, acaso, no quiere saberlo. En esos “puntos suspensivos” está todo Freud.

Los hermanos Karamázov es el poema de la represión. El hermano segundogénito, Ivan, es en este aspecto el protagonista: la serie de sus “represiones” es directamente de laboratorio. Es decir, él es el encargado de representar la “represión” explícitamente. Pero en realidad también el primogénito Dmitri y el tercer hermano, Aliosha, son héroes de la represión: y este último tal vez más que ningún otro. Dmitri lo es de la manera más elemental. Tiene unos “lapsus”, unas “amnesias”. En primer lugar, tal vez, la amnesia de su propio delito (en el caso de que la confesión de Smerdiákov no sea sincera), junto con automatismos que también son, por otra parte, de laboratorio. Por ejemplo el acto de tomar el martillo, es decir el arma homicida: con la que él, aun no habiendo dado muerte a su padre carnal, de todas maneras le ha dado muerte en su sustituto o doble, el padre que lo ha criado. Los “puntos suspensivos” por medio de los cuales no está dicha, o se mantiene oculta, la mecánica real del parricidio —y el parricidio mismo— son la “laguna” en que se puede leer, por medio de una lectura no literal, la culpabilidad de los cuatro hermanos. Ante todo de Smerdiákov, como éste confesará acaso sinceramente (pero sin ofrecer las pruebas que para un tribunal pudiesen demostrar otra cosa que una autoacusación); después, naturalmente, Dmitri, que se “olvida” de dar muerte al padre verdadero y después destroza físicamente al “doble” paterno en el jardín; después Iván, culpabilizado más que ningún otro, ya que, más que todos los demás (el inocente Dmitri y el monstruoso Aliosha), siente su propia culpabilidad de “incitador” (hasta la total amnesia de la psicosis y de la muerte); y por último Aliosha, que lo sabe todo, que lo adivina todo y que no mueve un dedo para que no deje de cumplirse aquello que prevé.

Muñón humano que es presentado como un modelo de gracia y de belleza corporal e interior (y de quien todos se enamoran), Aliosha es el verdadero enigma de la novela (que acaba con un discursito suyo atrozmente oficial ante la tumba del pequeño Ilucha). Sus sentimientos, en la primera parte del libro, se desatan con la maravillosa pureza del exceso. Después, de golpe, ya no existen. Sobre todo ello Dostoievski no se pronuncia directamente. Pero en función de esto construye dos figuras que de otro modo hubieran sido totalmente inútiles, retóricas, más aún, directamente arbitrarias: Liza Chochlakov y, precisamente, el pequeño Ilucha.

Liza se muestra perfectamente inútil, desprovista de cualquier salida narrativa hasta que pronuncia sus últimas palabras de personaje, acusando, como hablando para sí misma, en voz baja pero con todas sus fuerzas, a Aliosha: “¡Cobarde, cobarde, cobarde!”, y cumple de golpe con ello toda su función de personaje, hasta aquel momento gratuito, extravagante, directamente un poco manierista (manierista, se entiende, dentro de la obra dostoievskiana, aunque también en este caso—a propósito de la histeria—una vez más Dostoievski sea precursor de Freud con la mayor y más completa claridad). También el pequeño Ilucha parece estar pegado—él y todos los demás “pequeños”, por razones casi un poco sentimentales—a la novela. Tiene, en cambio, la función esencial de “desviar” a Aloisha de su única verdadera acción posible, la de salvar al padre; y, por último, de desenmascararlo haciéndole pronunciar ese elogio fúnebre decepcionante, despreciable y sin futuro.

En todo caso, el culpable verdadero y propiamente dicho —ante la sociedad y también ante su propia conciencia— es Dmitri: es él el parricida, es él quien paga el parricidio, que, en realidad, ha llevado a cabo también materialmente; dado que efectivamente ha herido de muerte al "doble" del padre, que es sustituido por una especie de intervención divina: como la que sustituyó a Isaac por el cabrito. Esta intervención divina no es mérito de Dmitri. Y tal vez ni siquiera ha tenido lugar.

En esta maraña de relaciones, todas entre hombres, hasta rozar la homosexualidad (todos los sentimientos que enlazan a estos hombres entre sí se hallan en el límite del amor: Zosima y Aliosha, los tres hermanos entre sí, Kolia y Aliosha); en esta maraña de relaciones entre hombres, digo, las mujeres son como universos aislados, ligados al resto de los sucesos solamente por sentimientos oscuros hasta ser inexpresables o bien por palabras lisas y llanas. Todo el gran amor de Dmitri por Grúshenka está sólo enunciado: y, por añadidura, con expresiones vacías, casi irónicas, como "reina del corazón", etcétera.

También el amor de Katerina, tanto hacia Dmitri como hacia Iván, es todo él nominalista. Repercute en el interior de Katerina, y allí se vuelve autosuficiente. Precisamente por estar así aisladas entre los hombres —como mundos diversos— las mujeres irrumpen en las vidas de los demás con gran ímpetu tempestuoso pero siempre inconsistente. Ellas terminan por quedarse solas, desligadas, aisladas y espantosamente complicadas y enigmáticas, tal como eran al principio, cuando no se la conocía y todo podía todavía ser explicado. Como las islas agitadas en medio de un mar borrascoso, parecen estar hechas de otra materia que los hombres, que giran vertiginosamente alrededor de ellas, dándolas siempre por supuestas, también en el momento en que se muestren más problemáticas y oprimentes (por odio o por amor): en realidad los hombres giran alrededor de ellas—que se mantienen quietas o bien actúan presa de repentinos ímpetus movilizadores que las devuelven luego al lugar en que estaban—se observan, se atraen o se rechazan únicamente entre ellos.

Y naturalmente se habla sólo de sentimientos, porque, en cuanto a órganos sexuales se refiere, los héroes de Dostoievski parecen estar privados de ellos. En "nuestra ciudad" no se habla de ello. Y hablar de ello, precisamente, era la frontera que estaba destinado a atravesar Freud, sin el cual el psicoanálisis de Dostoievski hubiera sido una especie de continente perdido.

(Incluido en «Descrizioni di descrizioni (1972-75)», Giulio Einaudi Editore, Torino, 1979)

No hay comentarios:

Publicar un comentario