11 dic 2010

Trainspotting


Hay películas que no dejan la más mínima marca. Otras te divierten durante un par de horas y luego las olvidas. Nada de marcas. Las hay que, durante algunos días, consiguen que te plantees aspectos que, definitivamente, no quieres o no puedes modificar. Tampoco dejan nada más allá de pequeños rasguños. Pero también las hay que funcionan como bombas de relojería que explotan cuando te sientas a observar, que vuelven a estallar en cuanto te descuidas, que se quedan instaladas en cualquier lugar innacesible de la consciencia para quedarse por siempre jamás.
Hubo un tiempo en que creí que lo terrible de la vida estaba aislado de la zona más divertida; que la decencia se encontraba a un millón de kilómetros del territorio más sucio de la vida. Todo ocupaba un lugar aislado y exclusivo. Hubo un tiempo en que nos enseñaban un mundo pulcro y azucarado que nos creíamos de cabo a rabo. Pero hubo un tiempo en el que millones de muros se derribaron casi al mismo tiempo. Muros que no dejaban ver el mundo.
Y pasaron los años. Y llegó Trainspotting.
Aunque ya era una evidencia que el mundo era otra cosa; aunque las cosas se habían colocado en su sitio; fue el día que apareció una realidad pensada por muchos, pero que nadie había convertido en real con esa fuerza y con ese descaro. Si no me equivoco fue en 1996 (es igual) cuando Danny Boyle se plantó con su película dejándose de idioteces y pintando las cosas del color justo.
Ya sé que se habían estrenado cientos de películas durante los veinte años anteriores que intentaban hacer lo mismo, que Kubrick había rodado La Naranja Mecánica para desmontar este garito que llamamos mundo y que, cómo él, lo habían intentado muchos. Pero Trainspotting fue otra cosa. Todo era la misma cosa. Incluso las cosas eran lo contrario a lo que uno tenía grabado a fuego en el pensamiento.
Mark Renton (Ewan McGregor) corre camino de su destrucción. Sus amigos le acompañan. Se drogan, roban, no dan un palo al agua, desean que el mundo no pueda con ellos. Se divierten con cada paso que dan hacia el abismo.Vemos casas asquerosas, gente asquerosa, mucha droga (las escenas que enseñan el momento de meterse heroína son escalofriantes), mucha mierda y, de paso, mucho gilipollas. Usted y yo somos los gilipollas. Todo lo que representa la decencia, el trabajo duro, la familia unida y lo divertido es ser como Renton y sus colegas. El mundo es una mierda, así que yo lo pisoteo.


Renton logra desengancharse de la heroína, acceder a un puesto de trabajo y ganar un sueldo. Los amigos le buscan para que él sea su soporte financiero en el trapicheo con caballo. Y Renton, ya disfrazado de persona normal y decente, se la juega a todos. Es decir, logró ser fiel a sí mismo mientras era lo que llamamos un tirado.
Es curioso que ahora esa parte del mundo que el director pintaba como la parte gilipollas esté llena de droga, de capullos, de mala gente y de egoístas traidores. Al final, eran la misma cosa. Qué razón tenía.
La película es sensacional. La trama es trepidante, los actores están muy bien en sus papeles (sin excepción), el ingenio y la ironía (también el sarcasmo) inundan cada secuencia, McGregor destaca en su interpretación (mucho mejor que haciendo de Jedi), la estética es exáctamente la necesaria. En fin, es una maravilla. Se sufre de lo lindo con ella, pero, al mismo tiempo, las risas están garantizadas. Y es que, al final, todo es la misma cosa. Depende de lo que queramos hacer o ver, cambia. Reír, llorar, sufrir. Eso depende de cada cual ante lo mismo. Qué peliculón.

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